lunes, 23 de enero de 2017

El club de fútbol más antiguo de la Patagonia Argentina


Todo el mundo sabe que el futbol es un invento de los ingleses y que su difusión en el mundo se debe a dos factores: la atracción del juego, tanto para jugadores como para espectadores y la presencia británica en todos los rincones del planeta. La Patagonia no ha sido una excepción y es posible registrar hechos e instituciones relacionados con este fenómeno, desde los comienzos del siglo pasado hasta la actualidad.
Uno de esos hechos, de gran importancia como Uds. verán, se produjo en Mayo de 1911, en la pequeña población portuaria de Santa Cruz, que está sobre  la ría que permite a los ríos Chico y Santa Cruz, ingresar al océano Atlántico, unos doscientos cincuenta kilómetros al norte del extremo del continente. En esta fecha se creó el primer club de futbol de toda la Patagonia. Qué pasó para que esto fuera una realidad, es el tema del presente relato.
El   24 de Mayo de 1911, ingresaron al pueblo en uno de los primeros Ford T de la región, dos jóvenes habitantes del hinterland rural. Eran Archibaldo Halliday de la estancia Cañadón del Rancho  y Nigel Dobrée de la estancia Doraike , ambos establecimientos sobre la orilla sur del gran río Santa Cruz, algo más de 70 kilómetros aguas arriba de su desembocadura en el mar. Frenaron delante de las oficinas de H.J. Elbourne, cuyas ventanas sobre la vereda permitían ver desde el interior,  el mar y algún buque si estuviera anclado en el puerto.  Golpearon sus botas sobre la vereda de tablones para quitarse el polvo del camino; sacudieron sus sacos y sus sombreros y se quitaron las antiparras, que protegían sus ojos mientras durara el viaje que los había traído.
Días antes los recién llegados habían sido citados por Elbourne como integrantes de un grupo de amigos que se juntaban cada tanto a jugar al futbol y que se hacían llamar Los Avestruces.
Hacía dos semanas que estaba anclado frente al pueblo, con el objeto de hacer reparaciones, el H.M.S. Manchester, que desde Gran Bretaña viajaba en una expedición científica. Su capitán, Percy James Black, tenía una ruta diseñada que luego lo llevaría a Punta Arenas, la costa americana del Pacífico y California. Desde allí volverían sobre su ruta para regresar a Londres, porque aún faltaban 3 años de obras en lo que sería luego el Canal de Panamá.
Reconociendo la importancia de la fecha que se avenía, Black le propuso a los miembros de la Comisión de Fomento local, que se jugara un partido de futbol, que proponía se llamara Premio de Tierra y Mar, y que se jugaría entre miembros de la dotación de su buque y representantes del pueblo.
Los miembros de la Comisión de Fomento, Jorge Sinclair, Serafín  Grillo y Roy Watson,  rápidamente se entrevistaron con varios entusiastas del futbol para saber si estaban los habitantes del pueblo en condiciones de enfrentar el desafío. Consultaron a H.J. Elbourne y Francisco Lacroix, ambos integrantes del equipo de Los Avestruces. Este grupo reunía a los únicos con cierta experiencia en el juego. Algunos eran relativamente hábiles y otros eran absolutamente torpes, pero todos tenían un rasgo común: el entusiasmo por el deporte. Si se podía responder al desafío planteado, eran estos los que debían llevar la bandera de la pequeña comunidad.
A  pesar de que uno de los entrevistados había nacido a las orillas del Sena y el otro al sur de Londres, el fuego patrio prendió fácil, al calor de la semana de Mayo y pensando que de esa manera el nombre de su pueblo se registraría en la historia del deporte mundial. Por otro lado sentían intima satisfacción al recordar que el Puerto de Santa Cruz supo ser capital del Territorio y que los burócratas de Buenos Aires, pocos años antes, habían trasladado el asiento del gobierno a Río Gallegos. Que fueran ellos y no los de Gallegos, los que protagonizaran este valioso hito de la historia regional, lo sentían como una merecida reivindicación política.
Comunicaron a todo el grupo la necesidad de hacer una reunión preparatoria del partido el día 24 de Mayo en la oficina de Elbourne.  A esta reunión llegaban los viajeros.
Luego de informar de las novedades de último momento, Federico Brett preguntó a cada uno si se sentía en condiciones de jugar al día siguiente. Antonio Román estuvo tentado de decir que no podría, en atención a la gran cantidad de lechón al asador que había comido la noche anterior, junto a una equivalente cuantía de vino barato con que tuvo que acompañar la carne, pero apostó a que para el día siguiente se sentiría mejor y sin dar explicaciones dijo que si.
Al recibir respuesta positiva de todos los presentes se inició la formación de equipo. En el arco estaría Federico Brett, hombre conocedor del deporte, capitán del equipo y en años posteriores su director técnico. En la zaga estarían Carlos “Indio” López, estibador en el puerto, y Antonio Román, empleado de Braun y Blanchard,  el Almacén de Ramos Generales más importante del pueblo en ese momento. El primero integraba el subgrupo de los torpes, pero su aspecto atemorizaba a cuanto delantero se enfrentaba y por ello resultaba una pieza clave del equipo; el segundo era habilidoso y sabía correr hacia zonas centrales de la cancha. Aunque lerdo para retroceder, si alguien le ganaba sus espaldas, descansaba en el temor que inspiraba el aspecto de su compañero.
Como “center half” jugaría Luisito Sepúlveda, un marinero de la Sub Prefectura Marítima,         muy querido en el pueblo y que al año siguiente fue transferido a Comodoro Rivadavia. Federico Lacroix jugaría con el número 8 y Archibaldo Halliday con el 10. Adelante Próspero Ferrari era siempre el “wing” derecho, el 9 era Nigel Dobrée  y en la izquierda estaría el “zurdo” Gaduya.
Dobrée, Lacroix y Halliday formaban, en opinión de la gente del pueblo, una delantera temible que, entre risas, llamaban la “máquina de hacer goles”.
Pudieron también armar una lista corta de suplentes; en ella estaban los nombres de Woolven, Carlos Borgialli y Casimiro Velazco.
Antes de disolverse la región Carlos Borgialli propuso que “…si ganamos mañana, los invito a todos al bar del Hotel Progreso para que podamos sentar las bases de un Club para alegría y beneficio de nuestros convecinos”.
La propuesta fue aplaudida por todos y cuando Próspero Ferrari preguntó “Y si perdemos?” Borgialli se dio vuelta, lo miró fijamente y contestó “Es que no vamos a perder”.
El árbitro designado, con acuerdo de Black y Nicolás Kirby, el Primer Oficial Abordo y capitán del equipo naval, sería Estanislao Bórquez  Alcántara, zapatero y cónsul chileno. Se acordó que los “lineman” serían elegidos uno por cada bando. Los continentales eligieron a Lionel Harris, conocido en el pueblo como Mr. Harris, socio de Elbourne y considerado el hombre más atildado y circunspecto de la región. Era además el cónsul inglés en Santa Cruz y zona de influencias.
Al día siguiente, es decir el 25 de Mayo, a las 3 p.m., se inició el acto patrio con la dotación de Sub Prefectura Marítima, el único policía disponible y algunos de los vecinos presentes, cantando  el Himno Nacional, compitiendo con el viento, “a capella” y desentonados. Se izó la bandera y Grillo, en representación de la Comisión de Fomento, dijo algunas palabras relativas a la fecha histórica. A continuación el capitán Black, en un inglés impecablemente londinense,  agradeció la hospitalidad, le deseó un futuro venturoso al pueblo y a toda la Argentina e hizo votos para que el “fair play” reinara sobre las circunstancias del partido que estaba por iniciarse.
La cancha estaba en un terreno contiguo al lugar donde se desarrolló el acto, en cercanías de Punta Reparo. Era un gran baldío, relativamente plano, que conformaba un rectángulo cuyos lados más extensos eran perpendiculares a la costa y tenía una orientación de oeste a este. El arco hacia el oriente estaba a no más de 50 metros del agua.
Media hora después de iniciarse el acto empezó el partido. Por instrucciones del árbitro, el público, compuesto por vecinos, autoridades y personal del H.M.S. Manchester, se paró detrás del arco cuyas espaldas daban a la playa, y de esa manera se quiso asegurar que la pelota no fuera a caer al agua. Algunas damas fueron autorizadas a buscar refugio detrás del paredón de la casa de Madame  Lisett, el único burdel del pueblo y que lindaba con el campo de juego.
Los Avestruces eligieron arco y decidieron patear a favor del viento, que provenía del oeste. Es decir, su arco era el más alejado de la playa y el viento jugaría con ellos en los primeros 45 minutos.
Los primeros 10 minutos de juego fueron, como dicen los comentaristas deportivos, para que cada contrincante estudiara al otro. Pero al minuto 12 Antonio Román, con la ayuda del viento cruzó toda la cancha con una pelota para el zurdo Gaduya; este, algo sorprendido por tener tamaña responsabilidad,  eludió al back derecho inglés y cuando el arquero salió a taparlo torpemente, logró filtrar la pelota junto a la cara interior del primer palo. Los del continente no lo podían creer, recién empezaba el partido y ganaban 1 a 0.
A partir de ese momento todos atrás a defender el resultado. Durante lo que restaba del primer tiempo, la “máquina para hacer goles” tuvo algunos avances hacia el arco rival, pero en esos pocos casos fueron prolijamente abatidos por la dupla de backs del equipo rival. Por otro lado Brett se convirtió en el héroe de la tarde, al parar varias pelotas que tenían hambre de red.
Iniciado el segundo tiempo, los ingleses ahora con ayuda del fuerte viento, comenzaron a asediar al arco continental. El Indio López resoplaba, Brett se revolcaba sobre el duro piso de la cancha y Antonio Román comenzó a sentir, en el fondo de su garganta, el gusto del lechón ingerido dos noches antes.
Cerca del minuto 20 del segundo tiempo hubo un caótico peloteo en el área de Los Avestruces.  Luis Sepúlveda despejó una pelota, pero con mala suerte y el 10 inglés la volvió al área. Allí fue que el Indio López la agarró de sobre pique y la pateó con fuerza hacia adelante y hacia arriba. Su patada coincidió con una ráfaga de viento más fuerte que las que habían sucedido hasta el momento. La pelota subió verticalmente y luego voló hacia la playa, superando a las personas que viendo el partido, estaban en el borde de la cancha. De allí cayó sobre el pedregal de la orilla y rebotó con dirección al océano. Con desesperación todos vieron como caía sobre la cresta de una ola y luego era arrastrada por la marea hacia adentro en el mar.
Hubo  desorientación entre jugadores y espectadores cuando todos advirtieron que era la única pelota y que sin ella el partido no podría proseguir. Unos marinos ingleses propusieron salir con bote a remos a rescatar el balón. El capitán Black de inmediato lo prohibió alegando la peligrosidad de la acción. Alejandro Monteverde, peón de campo de una estancia vecina, propuso ir a caballo hasta la población de Paso Ibáñez, que hoy se llama Comandante Luis Piedrabuena, y pedir una prestada allí. Pero también esa propuesta fue desechada porque llevaría toda la tarde ir, venir y cruzar en la balsa el río, y el partido no se podría reiniciar hasta el día siguiente.
Finalmente y luego de intensas conversaciones entre Estanislao Bórquez Alcántara, el Capitán Black, Kerby el Primer Oficial a Bordo, Serafín Grillo y Federico Brett, y atento a que ya habían transcurrido 65 minutos de los 90 previstos, se dio por terminado el partido con la victoria de Los Avestruces.
En tierra firme y hasta altas horas de la noche, había quienes celebraban. Entre los marineros no hubo tanta celebración y las manifestaciones de enojo y de amargura fueron amortiguadas por la férrea disciplina de la marina inglesa.
A la mañana siguiente partió hacia Punta Arenas, el buque de Su Majestad, Manchester y luego “…siendo las 15 hs. del día 26 de Mayo de 1911, en las instalaciones del Bar y Confitería del Hotel Progreso, se reúnen 36 vecinos de la localidad de Puerto Santa Cruz, con el objeto de constituir en este acto al Club Sportivo Santa Cruz … siendo la Comisión Directiva elegida para el primer período de gobierno el siguiente: Presidente C. Woolven, Vicepresidente Carlos Borgialli, Secretario Manuel Rodríguez, Tesorero H.J. Elbourne. Los vocales de esta Comisión son los siguientes: Nigel Dobrée, Archibaldo Halliday, Antonio Román, Próspero Ferrari, Francisco Lacroix y Antonio Gaduya…”

Cipolletti, Enero de 2017

sábado, 14 de enero de 2017

Serafín O’Malley


Jacinta  Arandía  se casó jovencita con Bobby O’Malley, hijo de un estanciero cuyos abuelos  malvineros poblaron tierras al norte del río Santa Cruz.  La estancia “Cerro Chato”  tenía tierras altas de veranada y una zona baja, a orilla del río, que los O’Malley usaban en los inviernos. La capacidad del campo era de unas diez mil cabezas y hacía ya muchos años que allí se criaba la raza Corriedale, una oveja que se destaca tanto por la lana que produce, como por su carne.
El casamiento fue celebrado en Comandante Luis Piedrabuena, una población que está sobre el río donde la ruta 3 cruza, hacia el sur, rumbo a Río Gallegos, en un lugar en donde está la Isla Pavón, asentamiento del viejo almacén del marino que le dio su nombre al pueblo.
 En realidad el casamiento, fue lo que se llamaba en esa época “de apuro”, pues Jacinta estaba embarazada. El casamiento, a pesar de ello, fue llevado a cabo en la Iglesia, donde ofició el Padre Maraschino, de la agrupación salesiana, y luego la fiesta que tuvo las características de una de las más recordadas del pueblo, fue en las instalaciones del Club Júpiter, con más de 300 invitados.
Hubo una corta luna de miel de siete días en Río Gallegos, donde los novios fueron al cine, almorzaban y cenaban en casa de amigos del novio o en el restaurante “Recuerdos de Granada”, caminaban por la costanera tomados de la mano y Bobby se emborrachó un par de veces en el Club Británico. Finalizada la semana, la joven pareja volvió a “Cerro Chato” donde estaba por comenzar la esquila y el dueño de casa quería que su hijo estuviera presente.
Cinco meses después, en Abril, Bobby llevó a Jacinta al pueblo. Allí ella se instaló en la casa de Doña Irupé, la comadrona local y al día siguiente nació Serafín, nombrado así en homenaje a su abuelo materno, fallecido hacia un par de años. Serafín O’Malley tuvo un nombre entonces que reflejaba su mezcla celta de gallego e irlandés.
Serafín asistió a la escuela primaria de Piedrabuena y vivía en la casa de su abuela Arandía. De Diciembre a Marzo volvía a Cerro Chato y también lo hacía en las vacaciones de Julio y en algún fin de semana largo que hubiese durante el año escolar, que en esa época eran pocas. Le gustaba más la vida en el campo que la del pueblo. No fue buena su relación con su abuela, particularmente en el último año de permanencia en la escuela, y el nivel de conflicto entre ambos llego a ser insoportable para ambos.
Para su educación secundaria, los padres pensaron en un colegio inglés en las sierras de Córdoba. Allí recorrió la currícula solo hasta tercer año inclusive. En el verano posterior a ese ciclo lectivo, las autoridades del colegio pidieron que Serafín no volviera a integrar el claustro de alumnos. Basaron su juicio en las malas notas del muchacho, en algunas inconductas serias puertas adentro del colegio y en las quejas de vecinos y del comisario de la pequeña población de La Cumbre.
Hacia fines del último ciclo lectivo de Serafín en Córdoba, Jacinta se transformó en viuda. Su marido, volviendo con la camioneta de la estancia un sábado a la noche y luego de visitar la mayoría de los bares y whiskerías de Piedrabuena, derrapó en una curva de la ruta enripiada, el vehículo dio varios tumbos y el cuerpo de Bobby fue despedido. A la mañana siguiente la policía de la localidad lo descubrió a varios metros del vehículo, enganchado en unas matas de calafate.
Serafín pasó a ser el dueño de la estancia familiar. Su madre siempre había tomado un papel pasivo en su administración y ahora se encontró con que estaba sola pues ya habían fallecido, hacía unos años, sus suegros. Todo le era más fácil  si se recostaba en su hijo y le permitía tomar todas las decisiones necesarias.
El nuevo patrón de la estancia aprendió pronto las características de su nueva posición. Allí  había varios peones: tres ovejeros, un carpintero – alambrador y un cocinero y los cinco  obedecían sus órdenes. Contaba en todo momento con la camioneta Ford F 100, propiedad del establecimiento. Y podía disponer a su criterio de inversiones y gastos para lo cual los comerciantes de Piedrabuena, incluyendo los gerentes locales del Banco de la Provincia y del Banco Nación, le otorgaban generosos créditos.
Serafín de ese modo se mudó en el mimado de la sociedad local, alma de las fiestas locales y regionales, divertido compañero de juergas y alcohol y profundo conocedor de los burdeles del pueblo. Todo esto no le impidió convertirse paralelamente y en razón de ser suficientemente buen mozo, experimentado bailarín y, fundamentalmente, administrador de la herencia de su padre, en el sueño de varias chicas casaderas de Piedrabuena, Puerto Santa Cruz y de San Julián. Al respecto de esto último aprendió a, aun en los entreveros más complejos,  salir airoso desligándose de compromisos.
Pero cuando cumplió 30 años empezó a sentir una presión por parte de su madre en el sentido de “…sentar cabeza y permitirle a esta vieja la alegría de contar con algún nieto”. Serafín mismo comenzó también a sentir la necesidad de contar con una ama de casa más joven y alguien que calentara su cama en el campo, sobre todo en las largas noches invernales de la Patagonia.
Para ello puso sus ojos en una joven soltera de San Julián, a quien fue presentado por amigos comunes. Regularmente bonita, buena cocinera y de modales austeros, Julia Meraglio era hija de un comerciante que además oficiaba de pastor de la Iglesia Metodista. Julia trabajaba en una botonería sobre la calle principal de San Julián,  a una cuadra del orgullo del pueblo: la Nao Victoria, una réplica de una de las naves de Magallanes.
Serafín no estaba acostumbrado a las negativas  e insistió en varias oportunidades cuando ambos coincidieron en fiestas de la Asociación Mutual Italiana y de la Sociedad Rural de San Julián. Finalmente y para sorpresa de muchos que los conocían, Julia dijo que si y paseaba del brazo de su novio “gringo” en reuniones familiares, fiestas del pueblo o simplemente recorriendo calles  en la camioneta de su futuro marido.
A los pocos meses hubo casamiento, resistido inicialmente por los padres de la novia, pero cuyas voluntades fueron doblegadas por Julia y por Serafín que alegaron, con lágrimas en los ojos de ella,  que sus vidas no tendrían sentido sino unían sus destinos. El oficio religioso se desarrolló en la Iglesia Metodista, con la presidencia del flamante suegro. Serafín a pesar de su ascendencia gallega e irlandesa que indicaba una preferencia por el rito católico, aceptó la firme imposición de su suegro, en aras de lograr el objetivo.
Julia renunció a su trabajo y los novios fueron a vivir a la estancia, luego de unos días en El Calafate. Rápidamente Julia se acomodó a su vida doméstica de esposa, confirmando la opinión de muchos de que era, además de buena cocinera, una excelente ama de casa.
Doña Jacinta, prudentemente, pidió a su hijo que alquilara una casa pequeña en el pueblo para que ella pudiera vivir allí. “De esta manera – le dijo – Uds. viven su intimidad en la estancia, yo visito con mayor frecuencia a mis amigas de Piedrabuena y además, cuando lo necesiten, tienen una casa donde pasar la noche”.
Durante los primeros meses del joven matrimonio, probablemente durante el primer año, Serafín fue un esposo amante y solicito. Trataba de estar siempre a la hora programada de los almuerzos y de las cenas, se sacaba las botas cuando llegaba a la casa con estas embarradas, en 6 meses solo se emborrachó 2 veces, mantenía buen humor y ponderaba los ricos platos que su esposa ponía sobre la mesa.
Pero parecía que todo esto le provocaba un esfuerzo que de a poco lo iba cansando. Julia lo percibía, pero pensaba que todo era parte de un proceso natural que los matrimonios sufrían, aunque  no fue este el caso de sus padres que vivían una vejez armoniosa, reconocía.
Con el paso de los meses apareció un factor relevante en la relación matrimonial: los malos tratos. Con frecuencia  Serafín se quejaba, de mala manera, por algunos platos que Julia ponía sobre la mesa. En otros momentos hubo gritos y expresiones de desprecio. Y en una oportunidad Serafín le comentó al Negro Barraza, sentados en la vereda del bar de Ulloa “Anoche le tuve que pegar un buen cachetazo a mi mujer, está insoportable”. “A las mujeres hay que enseñarles quien manda” le contestaron sin dudar, desde el otro lado de los vasos y de la mesa angosta.
Julia guardaba en silencio estas circunstancias, sin mencionarlas a sus padres ni a sus mejores amigas.
Durante las primeras épocas del matrimonio Serafín llevaba a su esposa a San Julián a visitar a sus padres. Pero luego adujo estar muy ocupado y sugirió que la chica viajara en ómnibus; finalmente este fue la única forma en que Julia pudo hacer visitas a su casa paterna. Las visitas mismas, además, se hicieron esporádicas porque Serafín se ponía de malhumor cada vez que ella manifestaba su deseo de viajar. Otro tema conflictivo fue el de los celos: si a la vuelta de algún viaje a San Julián, asomaba alguna noticia de algún encuentro de Julia con antiguos compañeros o amigos de su época adolescente, Serafín gritaba y amenazaba con no permitirle ir nuevamente a casa de sus padres.
En Abril del año 2007 Serafín instruyó a sus ovejeros que debían empezar a rodear los campos altos y traer la hacienda a los que estaban en cercanías del río. Los pronósticos eran de nevadas tempranas y una vez que los campos acumulan nieve en la superficie se hace difícil arriarlos. En las llanuras de menor altura siempre se prevé poca o ninguna nieve. Allí los animales soportan mejor  los duros días invernales, pues el pasto no se tapa y logran refugiarse en zonas reparadas y secas. Además la primavera llega unos días antes y ayuda a la parición que se prevé para esas fechas.
El 14 de Abril entonces Serafín y tres ovejeros tomaron mate cuando todavía estaba oscuro y con las primeras luces del alba ensillaron sus caballos y desataron los perros que cada uno llevaría para ayudarlos a juntar y arriar las ovejas de la estepa alta. La operación se hizo con cuidado porque ya se habían producido varias noches de heladas fuertes y el suelo estaba duro como piedra; un resbalón de caballo o de hombre, entonces, podría producir un golpe muy fuerte con probables quebraduras. Con algunos silbidos a los perros, partieron.
Algo más tarde Julia se levantó, se vistió, prendió los fuegos dentro de la casa para que esta se entibiara y ordenó su habitación. Ese día almorzaría sola y por ello no tenía que preocuparse por cocinar. A la tarde vería que prepararía para la cena, pues su esposo ya estaría de vuelta.
Recordó, ordenando la sala y colocando revistas en el revistero, que le había prometido unas recetas al nuevo cocinero que empleó su marido para cocinar para los peones. Varias revistas Para Ti que ella ya había leído contenían algunas recetas que seguramente le podrían interesar a Gabriel Bahamondes, que manifestaba cierto interés por una cocina algo diversa y distinta a los muy tradicionales platos de la cocina de estancias sureñas.
Dudó si llevar las revistas al edificio de la “cocina de los peones” o avisarle a Gabriel que las pase a retirar por la “casa grande”. Pensó finalmente que sería mejor que ella las pasara a dejar y aprovecharía una caminata por la tarde, en un día que aunque algo frío, era soleado y calmo.
Luego de almorzar, recogió la poca vajilla utilizada, lavó y secó los platos y finalmente puso todo en su lugar, como a ella le gustaba tener en su casa.  Recordó que debía coser el ruedo de uno de sus vestidos y se sentó en uno de los sillones del living para ello.
Era media tarde y decidió iniciar su caminata; antes de cerrar la puerta, tomo las revistas que le pensaba dar a Gabriel.
El casco de la estancia estaba distribuido en dos partes relativamente cercanas una de otra, pero ambas en un vallecito que permitía adivinar el río a no más de dos kilómetros. En la zona más alta estaba la “casa grande” que habitaba con su esposo y que anteriormente manejaba su suegra, rodeado de un pequeño jardín. Unos pocos metros hacia abajo y al sur y cruzando un pequeño arroyo que se hinchaba en épocas en que se derretía la nieve en la planicie, estaba la zona de los corrales, el galpón de esquila y las dependencias de los peones. Entre estos estaba la cocina que constaba de un comedor grande, una cocina y un departamento que era de uso del cocinero.
Julia bajó por un angosto sendero aprovechando la agradable luz solar y el aire frío y calmo. Caminó hacia la cocina y golpeó la puerta. Cuando Gabriel abrió la invitó a pasar.
“Quiere una torta frita? Las estoy haciendo”
“Solo una, porque quiero aprovechar la tarde tan linda. Le traje las recetas que le comenté” y colocó sobre la mesa de la cocina las revistas que traía.
“Muchas gracias” contestó Gabriel y ambos se inclinaron sobre la mesa hojeando y comentando los ejemplares que Julia traía.
A los pocos instantes se abrió la puerta nuevamente y la figura de Serafín ocupó el espacio de la abertura. Habían terminado la tarea del día rápidamente, con la ayuda de la buena luz solar y el aire calmo. Limpiaron el campo alto de ovejas y las arrearon a la tranquera que permite ingresar al de la costa del río, al que llamaban en la estancia del “Pescadero”. Una vez que pasaran las aproximados 2.500 animales por la tranquera, la cerraron y trotaron para “las casas”. Desensillaron y largaron los caballos al potrero. Serafín, antes de ir a la “casa grande” paso por la cocina de peones a verificar necesidades para los próximos días.
“Puta, no puedo dejarte sola” le gritó a la mujer que se incorporó y se dio vuelta para enfrentarlo. Serafín rápidamente le tiró un bofetón a la cara y Julia trastabilló, enredadas sus piernas en un banco. La situación le hizo perder su equilibrio y cayó golpeando fuertemente la nuca contra la orilla de la estufa a leña. Gabriel quiso intervenir pero fue empujado y lanzado al suelo por un fuerte empujón de su patrón.
Julia quedó inmóvil en el piso y por debajo de su cabeza empezó a brotar un chorro de sangre. Serafín se arrodilló al lado del cuerpo de su mujer. “Por Dios!! la maté”. Gabriel que se había incorporado, buscó tomarle el pulso al cuerpo de la mujer en su cuello. No pudiendo encontrar signos de vida, se levantó y traspuso la puerta.
“El patrón mató a su esposa, vengan rápido” les gritó a los ovejeros que se disponían a tomar mate y descansar de la jornada de trabajo. Uno solo se acercó a la cocina y los restantes se quedaron, sin saber qué hacer.
En esos instantes Serafín apareció en la puerta con la cara desencajada y corrió hacia la “casa grande”. Los peones escucharon 5 minutos más tarde el motor de la camioneta y observaron cómo esta desapareció por la huella que llevaba a la ruta provincial.
Sin animarse a entrar y sin saber qué hacer, Gabriel Bahamondes y sus compañeros comentaron nerviosos, los hechos que acababan de suceder.  Repentinamente Gabriel le pidió a uno de los ovejeros. “Ensilla un caballo y andate a la estancia “La Leona”, desde allí se puede hablar por teléfono a la policía de Piedrabuena. Explícales lo que ha sucedido aquí”.
Una hora y 45 minutos más tarde, apareció un automóvil de la policía y tras de él, una ambulancia. La policía observó el lugar, anotó el nombre de las personas presentes y en la ambulancia se cargó el cadáver.
Al día siguiente los diarios de Río Gallegos publicaron una nota con el asesinato de Julia Meraglio en la estancia “Cerro Chato” y la captura de su presunto agresor en la localidad de Los Antiguos en el noroeste provincial, pronto a cruzar la frontera a Chile.

Cipolletti, Enero de 2017

martes, 27 de diciembre de 2016

Conversaciones con mi padre



Parece tonto, padre.
Pero aquí estoy conversando contigo
a pesar de saber que ya no existes
desde hace un montón de años.
Si me pudieras contestar, me dirías que estás de acuerdo conmigo.
 Que hablo en vano y el que muere desaparece,
solo quedan y por un tiempo, los restos de su carne y de sus huesos.

Pero igualmente lo hago,
aunque el peso mayor de la conversación lo llevo yo.
Pues además de mis comentarios y de mis preguntas,
me hago cargo de tus respuestas y de tus recomendaciones;
y de tus gestos, tus cejas enarcadas y tus ojos grandes,
mostrando la sorpresa que te ocasionan mis palabras.
Me hago cargo también de tu sonrisa burlona e incrédula,
cuando te cuento algunas cosas que en tu época solo eran ciencia ficción.

Cuando te cuento que ahora se puede hablar por teléfono casi desde cualquier parte.
Que ya no es necesario levantarse temprano en el campo
e ir al pueblo, porque el puerto de Santa Cruz tenía solo unas horas para hablar con Buenos Aires
y que luego le tocaba a Piedrabuena o a San Julián.
Más te digo: hoy se puede hablar viendo en una pantalla la cara y los gestos de la otra persona,
como decías tu que algún día se podría.

Tardábamos una hora, u hora y media cuando el camino era malo,
para ir del campo al pueblo,
pero ahora yo mismo lo he hecho en 20 minutos sobre una carretera asfaltada.
Los automóviles también ayudan, pues han cambiado mucho.
Te acuerdas de la vez que en medio de la meseta arreglaste un juego de platinos
con el papel metalizado de un atado de cigarrillos?
Ahora eso no es posible, porque ya no hay platinos ni condensadores, ni carburador.
Y los autos solo pueden arreglarse si uno tiene una computadora
que indique las fallas que puede presentar.

Me acuerdo de ese libro que quisiste escribir
pero que la vida no te dio tiempo para ello.
Estoy seguro que si tuvieras los procesadores de texto que yo uso ahora,
lo hubieras escrito.

Te sorprendería también la televisión
y la posibilidad de ver en tiempo real lo que sucede del otro lado del mundo.
Te gustaría ver golf jugado en Edimburgo
o futbol en Barcelona, donde juega el mejor futbolista del mundo,
que es un muchacho que nació en Rosario.
Los noticieros te mostrarían los hechos,
mientras suceden en cualquier región del planeta.

Me daría tanto placer poder contarte estas cosas,
y no tener solo que imaginar tus palabras y tus gestos.
Decirte que ahora se pueden comprar grandes garrafones de gas,
y que con uno de ellos se calefacciona la casa donde vivíamos contigo y con mamá,
y que en invierno era tan fría,
y ahora, te lo aseguro, es tibia y acogedora.

Decirte que tienes un montón de nietos y bisnietos,
que todos son buenos chicos y chicas,
te gustaría estar con ellos y conocerlos.
Te los mencionaría uno por uno
y contarte quienes son hoy y que es lo que hacen.

Con que alegría usarías  los buscadores de internet,
tu que sentías curiosidad por todo lo que pasaba a tu alrededor
y eras un lector incansable, hasta que tu vista te traicionó.
Quisiera explicarte que es Google,
y como se usa y que fácil resulta.

Conversar contigo alivia mi angustia
y suaviza el dolor de tu ausencia.
Es esta una terapia para los dolores del espíritu
pues como otros hijos,
busco en mis padres el remedio para el dolor.


Cipolletti, Diciembre 2016

viernes, 25 de noviembre de 2016

Adaptación de una leyenda


Manuel Quilapán se sostenía escasamente sobre l apero del zaino. El viento lo quería tumbar al suelo y el frío le agarrotaba las manos que sostenían riendas, la izquierda, y el cojinillo, la derecha. El zaino no rumbeaba hacia el noroeste como el jinete quería, sino desviaba un poco hacia el norte tratando que el aire violento y el polvo, no le entraran tanto en los ojos. Luego de unos minutos en esa dirección,  Manuel  corregía el rumbo y dirigía por un rato el caballo hacia el oeste. Sin saberlo, Manuel utilizaba la técnica de los viejos marinos que en zigzag lograban que sus veleros avanzaran hacia el puerto previsto, cuando el viento desde el frente.
Con su edad avanzada se daba cuenta que confundía lugares. Frecuentemente le preguntaban “Che indio, donde naciste, en Chile o en Argentina?” y él no contestaba, porque no se acordaba. Tenía recuerdos de su madre y también de su padre,  recordaba jugar con otros niños, que habrán sido sus hermanos, pero no podía ubicar el lugar donde esto sucedía. Junto con estas imágenes estaban las del toldo, su ambiente abrigado y su oferta de reparo, pero tampoco sabía donde se erigía. Cerca de un arroyo, pero qué arroyo?  Vaya uno a saber.
Tampoco recordaba cual era la última estancia donde había pasado, probablemente la semana anterior. Desde hacía un tiempo largo Manuel recorría una extensión grande de la estepa santacruceña, yendo de estancia en estancia, antes pidiendo algunos días de trabajo en cada una, ahora simplemente un plato de comida y un refugio donde pasar la noche. Los trabajos que sabía pedir eran los de arriero, de esquilador, de domador – cuando era joven – o de peón general en los corrales, en las temporadas de esquila, de marcación o de baño. Poca paga, pero por unos días comía bien, él y Negro, el perro que desde hace años lo acompañaba y el zaino descansaba en algún potrero cercano a las casas.
Pero ahora sabía dónde iba. Iba a las orillas del lago grande, que los blancos llamaban Buenos Aires, a un lugar en donde los antiguos llegaban a morir. Porque presentía que la hora se le acercaba. Sentía urgencia de llegar, pues no quería quedar en el camino y por eso peleaba contra el viento y el frío, sabiendo que si se caía no se levantaría más.
Detrás de él con el zaino, venía el Negro. Viejo también pero todavía milagrosamente ágil. Olía al pasar, cada pasto coirón, cada mata negra, cada calafate. Y cuando se atrasaba, ocupado con esta tarea, aligeraba el paso para volver a alcanzar al caballo y su jinete. Ya no podía cazar liebres, como lo supo hacer por centenas cuando era más joven, pero al atardecer cuando las martinetas salían a buscar alimentos, sabía todavía acercarse sigilosamente y si el pájaro era algo distraído, saltarle encima y llevárselo al indio como prueba de su amistad para luego, entre ambos, comerla asado.
Formaban el hombre, el caballo y el perro, un trío inseparable. Recordaba Manuel – esto sí lo recordaba – que unas cuantas primaveras atrás, quiso cruzar el río Chalía, que venía hinchado con el deshielo de los primeros días de calor. Estaban por la mitad del cauce cuando un remolino desestabilizó al animal y él se cayó del apero. Sintió el agua helada como agujas que perforaban la carne de sus piernas e inmovilizaban su espalda, a la altura de la riñonada. Rápidamente la fuerte corriente lo arrastró rio abajo y se sintió morir.
Pero cuando ya creyó que nada lo salvaba, apareció el zaino nadando en la corriente hacia donde él intentaba agarrarse de las ramas de un sauce llorón. Manoteó las crines del pingo y este empezó a nadar enérgicamente hacia la orilla. Allí los esperaba Negro que, con ladridos, manifestaba su alegría.
Hacia la tarde el viento del oeste se puso más fuerte, pero el frío amainó. Esto permitió que comenzara una nevisca que a medida que se avanzaba hacia la noche fue intensificándose. Manuel Quilapán sintió un dolor importante en el pecho y un mareo que lo obligó a largar las riendas y aferrarse del cojinillo con ambas manos. Cuando levantó la vista hacia el horizonte se sorprendió al ver un toldo grande a unos cien metros de donde estaban. Sin que le tuviera que dar órdenes, el zaino se encaminó hacia el lugar. Ya cerca Manuel empezó a sentir un olor a puchero que lo embriagaba. Un buen pedazo de carne de capón hervido junto a unos nabos, cebollas y un puñado de pimentón, se dejaba adivinar en el aroma.
Cuando el zaino paró frente al quillango de guanaco que oficiaba de portón y Manuel se apeó, el toldo se abrió y apareció un tehuelche alto con boleadoras en la mano. Manuel pudo ver tras la figura del guardián, una luz brillante y sintió un aire templado.
“Permiso, se podrá pasar?” preguntó el indio viejo.
“Como no” le contestaron y el guardián hizo un paso al costado para franquearle la entrada.
Manuel tomó las riendas del zaino, le silbó al Negro e inició el camino de ingreso.
“No – dijo el guardián – solo puede entrar Ud. Los animales deberán quedar afuera”
“Pero yo no quiero entrar solo, ellos me deben acompañar”
El guardián no contestó y quedó inmóvil frete a la puerta del toldo.
Con la cara apesadumbrada y la espalda encorvada, Manuel dio media vuelta y con dificultad volvió a montar.
No habían hecho más que un par de cientos de metros, cuando visualizó con la dificultad de la creciente oscuridad y la nevisca que ya era intensa, otro toldo.  Nuevamente se acercaron a la entrada y otra vez salió un tehuelche enorme a recibirlos. Otra vez Manuel olió en el aire el puchero, sintió el aire cálido y vio la luz.
“Se puede pasar?” preguntó.
“Pasen” contestó el guardián e hizo señas para que lo hagan.
Con miedo de ser nuevamente rechazado, Manuel tomó las riendas del zaino y silbó al perro. Y los tres penetraron en el toldo.
Sorprendido, Manuel se enfrentó con el guardián y le preguntó porque había sido rechazado en el otro toldo.
“Es que el otro toldo - contestó el custodio - es lo que los blancos llaman Infierno. Y allí se permanece solo, sin amigos”.
Cipolletti, Noviembre de 2016